Título: La felicidad de la polilla Autor: Francisco Corrales Edita: La Esfera Cultural ISBN: 978-1-326-06592-8 |
La novela que nos ha tenido dichosamente ocupados durante este mes que se escapa, ha sido definida por el autor, como una novela de aprendizaje a la inversa. En esta misma entrevista —que puede ser consultada en este enlace—, Francisco Corrales (Arganda del Rey, Madrid, 1966), profesor de Lengua y Literatura en un Instituto de Gijón, remacha: «Ese viaje fortuito hacia la memoria resulta terapéutico, porque revivirla le ayuda de pronto a entenderse e incluso a reconciliarse con ese tipo calvo, gordito y manso que un día decidió tomar posesión de su cuerpo».
Cuando tuve oportunidad de leer por vez primera la novela, o sea cuando mi lectura era la de jurado con miedo a errar, con la responsabilidad como baldón sobre la espalda temiendo no reconocer un buen relato cuando lo tenía ante mis ojos, me sorprendió La felicidad de la polilla y ya no salió de la lista de candidatos, porque la fluidez de su prosa y el crescendo de la tensión narrativa —en contraste con el tono en que se relata— que podría equipararse con otras novelas de iniciación que la historia de la literatura nos ha regalado, no dejaba indiferente a nadie.
Ya desde el título, el autor, aunque sugiera a las claras por dónde caminará (o revoloteará) el texto, se arriesga, porque una polilla no es el animal más glamoroso de la creación, ni tan siquiera podría ser seleccionado para tal categoría entre los insectos. Como tantas novelas desde el siglo XIX, el protagonista es el antihéroe, un ser que tiende a lo anodino, como una polilla, satélite alrededor de la luz, la luz que viene de Marta, la esposa que lo engaña con pertinaz constancia, pero de la que seguirá prendido, como la polilla de la luz. O como afirma el mismo Corrales: «En esta obra he intentado rendir un homenaje a todos los “hombres-polilla”, esos seres que ni siquiera son perdedores porque nunca han tenido ocasión de ganar nada y que tan bien describen Galdós, Musil o Dostoievski. Seres que yo preferiría llamar mínimos, que gravitan, invisibles, alrededor de la vida, pero que, pese a todo, en su anodina levedad pueden construirse una existencia tan rica como cualquier otra, incluso más».
No me canso de repetir que la literatura no es qué se cuenta, sino el modo de hacerlo. Por tanto hablar de un libro —y más si se hace por escrito— obliga a hacerlo del estilo, del punto de vista, del tono, de la voz narrativa, del lenguaje…
En este caso —creo que es uno de los valores que más ponderó el jurado— el tono es vital para entender el fondo, la estructura, el protagonista y el argumento. Ante el lector se presenta un hombre cuarentón —profesor de instituto— que cuenta su peripecia de un fin de semana —mejor dicho sus recuerdos de infancia y adolescencia durante esos días en que viaja a su pueblo, y el de su esposa, por primera vez sin ella— que se dirige al lector con la calma con que uno charlaría con un amigo en la sobremesa de la cena, con un gin tonic en la mano, mientras el chisporroteo del fuego de la chimenea bordonea la conversación plácida, sosegada, apenas a media voz. Qué duda cabe que éste es otro riesgo que sortea con habilidad y clase Francisco Corrales. En una época en
que el estridor de las voces, los titulares aparatosos y el deslumbramiento de los grandes acontecimientos, son lo único que parece remover nuestra atención, el profesor de instituto plantea lo contrario, un tono confidencial y sin grandes aventuras, un modo de decir limpio, sereno, directo, sin introducir sustancias alambicadas que sirvan de cebo al lector: en fin, el cauce sereno y tranquilo de un río que fluye sin aspavientos, pero con determinación, un agua que, si fuera analizado para determinar el tipo de sales minerales prendidas de las moléculas de hidrógeno y oxígeno, daría como resultado una alta dosis de homenaje a la literatura.
que el estridor de las voces, los titulares aparatosos y el deslumbramiento de los grandes acontecimientos, son lo único que parece remover nuestra atención, el profesor de instituto plantea lo contrario, un tono confidencial y sin grandes aventuras, un modo de decir limpio, sereno, directo, sin introducir sustancias alambicadas que sirvan de cebo al lector: en fin, el cauce sereno y tranquilo de un río que fluye sin aspavientos, pero con determinación, un agua que, si fuera analizado para determinar el tipo de sales minerales prendidas de las moléculas de hidrógeno y oxígeno, daría como resultado una alta dosis de homenaje a la literatura.
En efecto, y esta es otra de las cualidades que no se deben silenciar del texto, abundan desde su inicio las referencias a novelas y autores a quienes —como afirma el propio Francisco Corrales en la entrevista enlazada más arriba— les pide colaboración para escribir sus novelas, y si callan, se la roba directamente.
Pero del análisis químico del agua de este río, también saldría otro dato: la ironía como una de las melodías que componen la cadencia de su melodía, ese alejamiento del pasado y de sí, que le permite tomar la perspectiva necesaria como para juzgarse con sentido del humor.
Y por dar otra pincelada que, sin embargo, no agota, ni mucho menos, la relación de sus ingredientes formales, el acierto de que la voz narrativa sea la primera persona, sobre todo por la habilidad de su manejo. No siempre es tan sencillo como pudiera parecer que un personaje hable de sí mismo en un libro y Francisco Corrales logra que Pedro Urbión —el narrador de la novela— sea voz auténtica, real, más que verosímil.
De lo dicho podría deducirse que se trata de una novela en que suceden pocas cosas y las pocas que suceden serán más bien aburridas, demasiado cotidianas, poco atractivas como para perder nuestro precioso tiempo en su lectura. Por suerte sé a ciencia cierta que no soy el único lector de esta novela y, por tanto, otros vendrán a confirmar que es un craso error semejante opinión. Y este es otro de los logros más certeros de la obra: meter en una estructura de recuerdos, en un tono de confidencia y tranquilidad, algunas aventuras o sucesos que parecen impensables y al mismo tiempo suenan a tremendamente naturales y posibles, tanto que no descarto la veracidad histórica de alguno de ellos.
Y aquí —aunque se trate este espacio de un club de lectores y, por tanto, la mayoría habrá leído La felicidad de la polilla—, aunque llegaría el instante de desvelar estos hechos, o alguno de ellos, me resisto a hacerlo, por no evitar el descubrimiento a aquellos que aún no hayan podido leer sus pocas páginas, que sin embargo van creciendo en intensidad y tensión a medida que avanza el relato.
Mal está que yo lo escriba, pues a la postre soy juez y parte del asunto, pero La felicidad de la polilla es más que digna narración para abrir el catálogo de las novelas que obtendrán el galardón de Premio Internacional de Novela Corta La Esfera Cultural.
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Y si alguien aún no ha leído la novela, desde aquí animo a su lectura.
Y, por cierto, feliz 2015 a cuantos por aquí se pasen,
Autor de la reseña: +Amando CARABIAS MARÍA
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