Lo común con el género policiaco
La playa de los ahogados
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Domingo Villar (Vigo, 1971) al escribir Las playa de los ahogados, es respetuoso
con las características esenciales del género. El lector, por tanto, sabe desde
su inicio que lee una novela cuyo argumento es la investigación que tratará de
encontrar las causas de un muerte; pero además, y aprovechando esta
investigación y otras circunstancias, el autor gallego reflexiona sobre los
límites entre la vida y la muerte, las razones por las que un ser humano pude dejar
de serlo a manos de otros o a sus propias manos. Asimismo, y cumpliendo con lo
más básico del género, presenta un caso que parece irresoluble con los primeros
datos de que se dispone; es más, muchos hubieran decidido un suicidio, con lo
que no habría habido investigación.
Suele afirmarse
también que una de las características de nuestra narrativa contemporánea
—no me refiero ahora a la escrita en español, sino a toda la literatura occidental— es la ausencia de héroes en el sentido clásico; la inmensa mayoría de los protagonistas tienen enquistada en sí la marca del antihéroe.
—no me refiero ahora a la escrita en español, sino a toda la literatura occidental— es la ausencia de héroes en el sentido clásico; la inmensa mayoría de los protagonistas tienen enquistada en sí la marca del antihéroe.
Como en la
mayoría de novelas de este género, la trama tiene como conductor al personaje
central, al investigador que trata de resolver el caso y que, al mismo tiempo,
se convierte en los ojos, en la mirada del autor o autora que contempla el nuestro
mundo desquiciado. Por tanto, la permanencia del mismo policía o investigador a
lo largo de varios libros es la que otorga carácter unitario y de largo aliento
a la obra de un escritor, y aunque cada novela pueda leerse de modo
independiente y sin menoscabo alguno, es a lo largo de la serie como el lector aprehenderá
lo que el autor ha pretendido contar, más allá de la resolución de cada caso…,
suponiendo que no quede atrapado en la intriga y lea demasiado rápido,
saltándose esos fragmentos en los que la trama se detiene, para desespero de
quien se ha zambullido en su engranaje.
Leo Caldas,
inspector con destino en la Comisaría de Vigo y colaborador de un programa radiofónico,
además de marearse cuando viaja y ser un exquisito degustador de la cocina
gallega, tiene una vida privada que, si no es un fracaso, se aproxima. En esta
entrega apreciamos que vive con las secuelas de una grave lesión afectiva tras
la ruptura con Alba, que aparece como eco lejano en momentos puntuales. Su vida,
acuciada por la soledad —de la que pretende sacarle su padre con poco éxito—, tiene
como lenitivo el ámbito profesional donde demuestra una dedicación, solvencia,
aptitud y actitud en grado excepcional.
En estos rasgos
básicos de su personalidad y vida cotidiana, nuestro inspector sería
equiparable a la estirpe común de los investigadores más importantes de la
literatura europea contemporánea. Uno conoce —con más o menos extensión y
hondura— a varios de ellos, protagonistas de la literatura policiaca de finales
del siglo XX y principios del XXI en Europa: Pepe Carvalho (Manuel Vázquez
Montalbán) y Rubén Belvilacqua (Lorenzo Silva) en España; Kurt Wallander
(Henning Mankell) en Suecia; Kostas Jaritos (Petros Márkaris) en Grecia; Salvo
Montalbano (Andrea Camilleri), Guido Brunetti (Dona Leon) y Proteo Laurenti
(Veit Heinichen) en Italia; Jean-Baptiste Adamsberg (Fred Vargas) en Francia;
Erlendur Sveinsson (Arnaldur Indridason) en Islandia. Pues bien todos ellos
comparten similitudes evidentes con su colega gallego, excepto con Brunetti que
se separa de todos en lo que respecta a su vida afectiva.
Lo específico de La playa de los ahogados
Sin embargo, y
a pesar de poseer en mayor o menor grado similares características, nuestro
inspector vigués no es intercambiable con ninguno de los citados. Caldas aporta
cierto tono de melancolía, sorna, laconismo, su mirar y sentir gallego, contrapuesto
al modo de ser de su ayudante, el aragonés Rafael Estévez, subraya aún más esta
diferencia, que lejos de ser un abismo que aleja, se convierte en un puente que
puede unir pues son modos diferentes de atisbar la realidad. Esa aproximación a
la vida de Estévez directa, clara, concisa —a veces contundente—, no siempre es
contradictoria con el modo más sutil, sinuoso, alusivo y un poco neblinoso de
Caldas. Pero sobre todo yo hablaría de idealismo. No se trata de un idealismo
cegador que lo aleje de la realidad, sino de un deseo de que la realidad
algunas veces no sea tan estremecedora y dura como aparece. Rememorar a esta
pareja, es, de algún modo, rememorar la tradición literaria más antigua que
nutre toda nuestra narrativa y buena parte de la dramaturgia desde hace siglos:
la doble pareja de personajes a través de los cuales el autor presenta al
lector una doble posible lectura e interpretación del mundo, la más ideal, a
veces irreal, y la más concreta, a veces pedestre. Ni Caldas ni Estévez se
sitúan en los extremos posibles, ambos están más próximos que otras parejas
nacidas de la literatura, pero creo que se acomodan bastante bien a esta idea.
Centrándome en La playa de los ahogados, además de lo
dicho, a mi modo de ver a través de esta novela Domingo Villar reflexiona sobre
el miedo que puede atenazar no sólo instantes más o menos largos de un
existencia, sino toda una vida entera. Pero la gran reflexión de la obra la
construye con maestría sobre una metáfora o alegoría que podría formularse más
o menos de este modo: todos nuestros muertos acaban apareciendo en una playa,
aunque sea con el aspecto monstruoso de quien lo hace con el rostro desfigurado
y devorado por los peces; pero no se refiere sólo al mar y al litoral de una
costa, de cualquier costa, sino a las conciencias: un crimen por más que
pretendamos ocultarlo siempre acabará saliendo a la superficie, acabará por
llegar a la playa de nuestros ahogados.
En esta novela,
Domingo Villar aproxima al lector a la dureza de una vida de la vida de los
pescadores, en concreto a la de los pescadores de bajura, aunque no faltan
alusiones a los que tienen este oficio en mar adentro. Pero más que describir
sus faenas o su cotidianidad, lo que se muestra al lector a través de la
perspectiva de Caldas, son los estertores de tal modo de ganarse la vida y las
consecuencias de este trabajo que marca el modo de ser de los hombres y las
mujeres que transitan sus días alrededor de este oficio. El decaimiento y casi
consunción de un pequeño puerto que apenas malvive de lo que un día fue una
próspera actividad y que se abre a la fuerza imparable del turismo y de los
aficionados.
El mundo del
mar —tan ajeno a los ojos de un castellano que vive en el centro de la
Península Ibérica, como mínimo a más de trescientos kilómetros de cualquier litoral—, se
me presenta como una mundo hostil, complicado y duro, de los más duros que
pueda haber, pues supone una existencia en un medio ajeno a nuestra naturaleza
más bien terrestre. Y el mundo del mar en Galicia, donde el misterio, la
presencia turbadora de ánimas y tantos naufragios hace de los marineros seres
llenos de la rudeza propia de un oficio tan duro y, al mismo tiempo, personas
supersticiosas, dispuestas a creer en un más allá muy próximo, un lugar entre
la muerte y la vida del que a veces surgen algunos fantasmas. (Ambiente ideal
para cometer un crimen haciendo que parezca un suicidio o viceversa).
A mi modo de
ver la gran virtud de esta novela, la que la convierte en buena novela más allá
de su pertenencia a un género u otro, radica en su estructura, en el modo en
que se va tejiendo la metáfora referida más arriba, y cómo la va presentando el
autor a través de palabras claves, palabras que resumen el contenido de cada
capítulo, pero que necesitan de la complicidad del lector. Quien se quede en el
primer significado de cada uno de los vocablos, normalmente errará el disparo.
Villar esconde el significado verdadero del capítulo en la mezcla de los
diferentes significados de cada palabra, o lo desplaza hasta el final. En este
sentido es ejemplar el primer capítulo con su primera palabra, que hace
referencia al título: ahogar.
Desde este
inicio, en una escena que —aparentemente— nada tiene que ver con el caso, pues
sucede en la habitación de un hospital donde el tío Alberto padece un ataque
grave de insuficiencia respiratoria, el lector siente cómo debe ser la vida sin
aire, la vida en un constante ahogo. Varias veces —al menos en tres ocasiones
que recuerde— describe el modo en que los peces sufren su muerte por asfixia,
justo a la inversa que los humanos. Y cualquiera, hasta un lector ajeno al mar,
siente esa sensación de angustia o ansiedad que precede a la asfixia
definitiva.
Este modo de seleccionar palabras, además de un profundo conocimiento del idioma y un juego de sugerencias
con el lector, ratifica formalmente el verdadero sentido del tema y el
argumento, que se va sumergiendo en profundidades cada vez más alejadas de la superficie inicialmente entrevista. A la postre, en
La playa de los ahogados nada es lo
que parece al principio, ni siquiera a la mitad, ni casi al final. Porque en
esta investigación, el inspector Caldas no sólo resuelve un caso, sino que al resolverlo, consigue ahondar y retratar el corazón de algunos humanos devastado por el miedo.
Crítica: Amando Carabias
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