Título: Personas como yo Autor: John Irving Editorial: TusQuest 472 pág. |
En Personas como yo la escritura del norteamericano John Irving (Exeter, New
Hampshire, EE UU, 1942) se muestra en pleno vigor. Como tantas veces ha hecho a
lo largo de su dilatada carrera, su penetrante mirada se posa sobre individuos
que se encuentran en inferioridad de condiciones respecto de la fuerza que
representa la mayoría, acaso una mayoría sólo basada en la fuerza de la
costumbre y la razón de la fuerza. En la historia que nos ocupa la inferioridad
no es social, económica o cultural, sino que hablamos de no ser como el resto,
de pertenecer a un grupo reducido, marginal y, hasta hace nada, marginado.
Durante la lectura de la novela he recordado varias veces otra
narración más antigua y menos conocida, que me hizo pensar mucho en su momento
ya de esto hace varias décadas. Me estoy refiriendo a El amante
lesbiano de José Luis Sampedro que ahonda más en una idea que ya se
presentaba en su enorme Octubre, octubre: la sexualidad humana no es tan
simple como aparenta o nos quieren hacer creer. Según las cuentas que hice al
leer a Sampedro, podríamos hablar de nueve maneras diferentes de ser
sexualmente hablando según se combine sexualidad física, anímica y mental...,
pero eso es otra historia.
A pesar de los avances en el respeto de las diferentes clases de relaciones
sexuales —más en Europa que en EEUU—, una mayoría amplísima se siente muy
incómoda entre quienes manifiestan ser homosexuales (ya gays ya lesbianas) o transexuales.
La homofobia es más habitual de lo que se pretende aparentar. Pues bien, parece
que ser bisexual, al menos esta es
la tesis que sustenta la novela, genera todavía
más desconfianza o inquietud, incomprensión y rechazo. Y sobre todo confusión e
indecisión en quien lo es, al menos en la primera etapa de la vida en que la
pulsión sexual empieza a ser vital para el individuo: la adolescencia.
Capital en el desarrollo de la novela —no sólo por lo que sea para
el protagonista—, es la constante alusión a las obras de William Shakespeare.
Me parece que el autor pretende demostrar que toda esta cuestión de las
diferencias que ha desembocado en el movimiento cívico y de carácter universal
LGTB, no se trata de un invento contemporáneo, un capricho nacido acaso de una
civilización demasiado muelle o laxa respecto de las costumbres, que desemboca
en la perversión, según la idea de los
sectores más inmovilistas. Pretende demostrar que se trata de una pulsión del
individuo interna e insuperable y que en ocasiones si no se hace real es por la
tremenda opresión que se ejerce en esos años capitales de la infancia y
adolescencia a través de la familia, el sistema educativo y el ambiente social.
Para demostrar esta tesis, ha partido nada menos que del icono de las letras
anglosajonas, del autor sagrado para los anglohablantes. No es apuesta baladí,
porque, además, supone una relectura muy interesante del genio. Mucho se ha escrito
sobre la homosexualidad o indefinición sexual de Shakespeare, pero nada hay
definitivo ni claro… Ni lo habrá, por suerte.
(Una digresión entre paréntesis. Me da envidia —muchísima envidia—
el respeto y el modo en que se estudia la literatura en inglés en EEUU, el amor
que demuestran al teatro de William Shakespeare, tanto que una pequeña ciudad
de la más profunda USA existen dos grupos de teatro aficionado que se dedican a
representar obras no fáciles.
Y por apurar la digresión: Personas
como yo abunda en recomendaciones de lecturas sin duda admiradas por el
autor, en especial Madame Bovary. Y
no deja de ser curioso que una historia de adulterio tan normal y tan
heterosexual, sea la que sirva para la formación sentimental del protagonista. Me
parece que Irving está diciendo a sus lectores que el amor tiene poco o nada
que ver con la coincidencia o no de los genitales de los amantes).
La vida de Bill, el escritor narrador y protagonista de la novela,
es como una carrera de obstáculos en busca de su identidad sexual, por tanto
personal, que se tiene que vivir en el más absoluto de los secretos y con el
sufrimiento que acarrea. Aunque quizá más que sufrimiento, sería mejor hablar
de sorpresa, a pesar del entorno familiar en que se mueve: su padre homosexual, su prima lesbiana,
su abuelo transformista camuflado en la vieja tradición teatral de que sean los
hombres quienes interpreten papeles femeninos. Y la mayor de todas las
sorpresas: descubrir, casi al mismo tiempo, que le atraían casi con la misma
fuerza el hombre que se habría de convertir en su padrastro y la bibliotecaria
del pueblo.
La homosexualidad a lo largo de la historia (y no nos engañemos,
los bisexuales —como los transexuales— siempre han sido considerados como
homosexuales provistos de escudo o disfraz o más inclinados al vicio y a la
perversión) ha sido un estigma, peor aún, un tremendo pecado, cuando no un
delito, que a veces era –y es- suficiente causa para acabar con la vida de las
personas. ¿Cuántos hombres y mujeres han sido acusados de brujería por la
práctica del vicio nefando y han ardido en las hogueras de la Inquisición?
¿Cuántos hombres y mujeres viven perseguidos y encarcelados en los países
árabes por razón de sus inclinaciones sexuales?
Es suficiente tema como para escribir una novela. Ponerse del lado
del más débil, del perseguido, del mirado como un bicho raro, como un monstruo
o aborto de la naturaleza, también debería formar parte de la ética del
escritor. Sin embargo el autor narra una vida sin dramatismos, provista de
normalidad, incluso con ironía y ternura. Nadie podrá acusarlo panfletario, ni
siquiera de novela de tesis; simplemente narra con naturalidad la vida de una
persona con una determinada tendencia sexual, como cualquiera de nosotros tiene
la suya.
Si uno ha leído algo de la obra de John Irving, sabe a ciencia
cierta que el escritor es testigo de su época y no debe rehuir las cuestiones
más peliagudas. Personas como yo no
es una excepción, sino por el contrario, un subrayado de esta tendencia.
Sin embargo he encontrado algunas pegas, aunque quizá se trate de
cuestiones personales o desconocimiento por mi parte.
Durante la lectura de esta obra he tenido la sensación de que
sobreabundan respecto de la realidad gays, lesbianas, transexuales y
bisexuales. En su propia familia es casi un milagro que los varones sean
heterosexuales, y quien lo es, es alcohólico, aunque muy buena persona. A veces
uno tiene la impresión de que ser heterosexual es lo forzado, lo anacrónico. Ya
digo, puede ser una percepción de alguien que vive en una pequeña ciudad
castellana donde aún se mira con extrañeza el hecho de que dos hombres o dos
mujeres vayan de la mano, donde, en el fondo, se sigue pensando en perversión o
—en el caso más misericordioso— en enfermedad con cura.
Me parece —y quizá por ello el entorno familiar del protagonista—
que a pesar de colocarse indudablemente al lado del movimiento LGBT, el autor
pretende explicar que una parte no pequeña de su condición se debe a cuestiones
de herencia genética. Si bien, por un lado, de ser cierto, implica que no se
trata de una libre elección, sino que uno es lo que es con independencia de su
voluntad, lo que debería significar de inmediato la abolición de todo tipo de
odio o prejuicios hacia los homosexuales, esto huele a tufillo conductista, a
conclusión fácil. De los homosexuales que uno conoce no podría decir que
proceden de familias con antecedentes en este sentido. Estoy de acuerdo con
Irving en que la identidad sexual no depende de modas o costumbres, sino que
está en la propia esencia genética del individuo, pero esto no quiere decir que
se trate de herencia genética, como parece sugerir en alguna ocasión. (Estoy
hablando, repito, de identidad, no de práctica ni siquiera de costumbres).
Pero la mayor pega que pongo a la novela, no tiene nada que ver
con Irving. Creo que el título que se le ha dado a la novela en español es
menos afortunado que si se hubiera hecho una traducción literal del original. In one person —En una persona o En una sola
persona— hubiera resultado mucho más fiel a la idea de Irving que incluso
hace referencia al misterio de la Trinidad para decir que en una sola persona
se pueden dar varias realidades mucho más complejas.
Y por no alargarme más, a parte de recomendar la lectura de la
novela, concluiré diciendo que sus últimos capítulos, en especial a partir del
duodécimo, destilan una emoción que tiene que invadir a cualquiera sensible. Si
hay algo injusto y deleznable en el ser humano es mofarse del sufrimiento
ajeno, y allá por los no tan lejanos finales de la década de los ochenta del
siglo pasado, muchos interpretaron la virulencia del SIDA como un discurso
divino contra la perversión homosexual…
Hoy que en nuestra civilización occidental el SIDA se ha reducido
y se ha convertido en una enfermedad crónica —por tanto menos estigmatizada—,
en la zona más pobre y reprimida del planeta, África, esta pandemia continúa
matando a cientos de miles de personas. Entretanto, el núcleo de la sociedad
bienpensante continúa cargando contra el sexo, y mucho más contra las
relaciones homosexuales, pensando que sólo hay un modo válido de disfrutarlo y
llegar al orgasmo y ser feliz. Lo verdaderamente importante parece que es la
unión de órganos genitales femeninos con masculinos y no el equilibrio y la
felicidad del corazón y de la mente.
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