Cotejo muy despacio el pasado, y recuerdo, por ejemplo, que la primera lectura, debió ser fundamental para mis gustos, para generar en mí horizontes al que aspiren mis textos. Recuerdo, y recuerdo bien, que aquel primer impacto sucedió una tarde soleada y fresca de otro otoño, de hace más de veinte años. El libro no era mío, lo había tomado en préstamo de la biblioteca pública. Me di un paseo largo, hasta la zona más nueva de la ciudad. Y justo en esa situación, tan opuesta al relato, me zambullí en sus letras.
Portada de la edición conmemorativa por el 25º aniversario de su primera edición |
Ante el lector brotaba, sólida, la efigie del protagonista cuya voz de cadencia sostenida me atrapaba; me apresaba, también, o sobre todo, su contenido, el modo en que desgrana su existencia, con ese ritmo de las hojas que caen en el otoño, esa lluvia amarilla que es metáfora en el texto, de la melancolía o el dolor o la muerte, incluso. Me atrapaba la flecha del destino que desde el inicio se sabe, porque nada oculta Llamazares al lector. Ese estremecimiento de noche helada en mitad de la nieve, con viento ululante, con esa columna de humanos (o sus sombras) en busca de la efigie de un hombre, del último habitante de un pueblo, que ya es un cadáver tendido en un lecho, esperando la última misericordia, esperando a ser enterrado.
Aquel lector de entonces, tantos años después, al volver a leer el libro ha sentido casi lo mismo,
mejor dicho, lo mismo con más intensidad. Acaso lo que ayer era un paisaje lejano, apenas columbrado, como monte difuso entre la niebla, ahora está más próximo. Ahora que la vida me ha abrazado tantas veces, y tantas veces me ha mordido, las palabras de Andrés son más contundentes, más precisas, sus contornos se ajustan muchas veces a mis vivencias o pensamientos.
Asistir al morir de un pueblo como Anielle (nada menos que un pueblo entero), es una tragedia que quizá para nuestras vidas tan cosidas a los avances contemporáneos se entiende mal o no se entiende. Pero para quien habita en Castilla, en una de sus provincias más pequeñas y más despobladas y tan fría, no es una sorpresa. Pretender vivir nada menos que pleno Pirineo, en las condiciones que lo hacían Andrés, Sabina y el resto de vecinos, rayaba con la heroicidad, y bastante complicada es la existencia, como para tener que convertirla, además en heroica.
Sin embargo, por algo que tiene que ver con la magia de lo literario, el lector acaba simpatizando con Andrés, ese hombre cuya voz sentimos cerca, pero que me imagino huraño y hosco, y bastante misántropo.
La lluvia amarilla es pura literatura, literatura de la mejor, de la que penetra en el corazón y deja en él una huella que el tiempo no borra. A pesar de la dureza de la historia, a pesar de que nos enfrenta a temas de los que solemos huir: soledad, muerte, abandono, el lento desmoronarse de las cosas y los cuerpos, esta novela, probablemente a causa del modo tan preciso, tan austero y tan hermoso en que está escrita, deja al lector con la honda impresión de que leer un buen libro es una de las más maravillosas experiencias que puede disfrutar un ser humano.
Crítica: +Amando CARABIAS MARÍA
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