Título: Relojes muertos Autor: Eva María Medina Nº de páginas: 165 Edita: Playa de Ákaba ISBN: 978-84-16216-25-3 |
Por Luis Vázquez, (@balborraz)
Al finalizar Relojes muertos las manecillas de mi reloj se quedaron paradas. Leí la novela casi del tirón y en cierto modo quedé noqueado. No sé si fue el instinto de supervivencia o mi incondicional afecto por «Los soprano», lo cierto es que tamborileaba en mi cabeza aquella mítica frase del bueno de Gandolfini: «hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces al día». En cualquier otra ocasión me hubiera animado más, pero tras vivir en la mente de un esquizofrénico, empezaba a asimilar esa canción de Sabina que decía que «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió».
Al finalizar Relojes muertos las manecillas de mi reloj se quedaron paradas. Leí la novela casi del tirón y en cierto modo quedé noqueado. No sé si fue el instinto de supervivencia o mi incondicional afecto por «Los soprano», lo cierto es que tamborileaba en mi cabeza aquella mítica frase del bueno de Gandolfini: «hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces al día». En cualquier otra ocasión me hubiera animado más, pero tras vivir en la mente de un esquizofrénico, empezaba a asimilar esa canción de Sabina que decía que «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió».
Gonzalo Márquez, protagonista principal y narrador en
primera persona de Relojes muertos,
padece esquizofrenia. Hombre culto que ha bebido de la obra de Kafka, Neruda,
Delibes, Kundera o Pedro Salinas, comienza la narración de la novela durante sus
últimas horas en el psiquiátrico donde está ingresado, para regresar en breve, tras
recibir el alta médica, al mundo exterior con la esperanza de comenzar una
nueva vida. Excesivamente observador, la vuelta al hogar y a su antiguo puesto
de trabajo le llevan a escrutar el territorio, «Todos los objetos estaban en su sitio. Las paredes no se habían movido»,
un campo de acción que reconoce, pero en el que se siente ajeno, fuera de
lugar. Intenta adaptarse, pero los recuerdos e imprecisiones van minando
progresivamente su pensamiento, formando el caldo de cultivo adecuado para el rebrote
de la enfermedad, universo donde convergen el resto de personajes de la obra.
Producto de su estancia en el sanatorio conserva la amistad trabada con el
alcohólico Gregorio, los recuerdos de Herminia, cuya presencia de su hijo
muerto percibe con vida entre los pacientes, y a su nueva pareja, Ángela, con quien
comparte cama y mantel. Podrían ser pilar sólido para un nuevo comienzo, pero
pronto comienzan a surgir en su mente las imágenes de su amiga Sara, cuyo
recuerdo impreciso previo al internamiento le vinculan con unas manos
ensangrentadas que no acaba de entender y le anclan angustiosamente al pasado.
Junto al mimo del Retiro y uno de sus vecinos del que imagina conversaciones
con un reloj de pared, conforman un grupo de personajes que laten al compás del tiempo perdido,
en anhelada espera de echar a andar el engranaje del reloj parado de sus vidas.
Gonzalo describe la percepción de su realidad con precisión
de relojero, «Al entrar en el metro, me
vi desde fuera. Bajaba las escaleras de un modo mecánico. Los demás lo hacían
igual. Éramos ratones, dando vueltas y vueltas a una rueda interminable,
infinita.» «Ya me había pasado otras
veces, ese desdoblamiento. Intenté no darle importancia», y se la transmite
al lector en cada una de sus explicaciones «Lo
miro, examinando a modo de autopsia cada detalle, radiografiando su interior
para extraer aquello que busco»,
percibiéndose cómo la enfermedad va lentamente apoderándose de su mente,
cómo situaciones cotidianas van volviéndose insoportables, «En mis ojos se repetían las muecas de los
compañeros. Yo era el plancton y
ellos los peces que me rodeaban, picoteándome. Empecé uno de esos diálogos en
los que solía enredarme escindiéndome en dos», incluso las miradas más inocentes
se tornan dolorosas, «los niños me
miraban como adultos acusadores» «Las
miradas, notaba las miradas en la nuca, como si horadasen», resultado de la
burlona realidad que le toca vivir, de ese patente callejón sin salida que extrapola
a su cuaderno imaginando la historia de otro:
«Un hombre está leyendo. Le molesta el ruido que hace el reloj de la pared. Se
le hace insoportable. Ese tictac repetitivo, monótono. Cuando no aguanta más lo
tira al suelo, destrozándolo. Vuelve a leer. No puede concentrarse. Echa de
menos ese ruido que antes le desesperaba. Levanta el reloj y coge los trozos,
poniéndolos en su sitio. Las manecillas marcan la hora a la que se detuvo.
Once menos cuarto. Se sienta frente a él y espera a que sea la hora.»
Relojes
muertos es la primera novela de Eva María Medina, autora que me ha
sorprendido gratamente con esta narración valiente sobre un tema tan complejo,
afrontado con la dificultad añadida de novelarlo en primera persona y por un
personaje del sexo contrario; una ópera prima que no dejará indiferente a ningún
lector, y que será difícil olvidar. Al estar narrada por una mente enferma no
caben esperarse proverbios magistrales, pero en ella se suceden frases labradas
con precisión, que dentro del contexto, convierten frases banales en otras preñadas
de una verdad desgarradora «Todos necesitamos que alguien nos mire»;
una obra muy elaborada donde supuestas metáforas, tristemente no lo son «Al pasar por el escaparate de una librería,
una mujer me sonrió desde la portada de un libro». No es fácil incorporar al lector en la mente
de un esquizofrénico, con su percepción de la realidad, sus angustias e
inconexiones, su lucidez y relaciones sexuales, resultado que Eva María logra a la perfección
auxiliándose en la brevedad de sus oraciones, llegando en ocasiones a producir
vértigo; no en vano causará pavor en más de un lector al verse reflejado en
alguna de las reacciones o pensamientos del protagonista.
Un consejo; antes de comenzar su lectura, pongan el
despertador; les será más fácil volver a la realidad, a la otra realidad.
Crítica: Por Luis Vázquez, (@balborraz)
Crítica: Por Luis Vázquez, (@balborraz)
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