01 noviembre, 2015

Reseña II "Así empieza lo malo" de Javier Marías

Así empieza lo malo. Javier Marías
Alfaguara 2014, (Penguin Randon House Grupo editorial S. A. U.)


«(…) el mundo depende de sus relatores y también de los que oyen el cuento y lo condicionan a veces (…)».

Siempre que publico una reseña de un libro, me hago la misma ristra de preguntas, hasta dónde debo desvelar su argumento, hasta dónde doy pistas de su contenido, cuánto puedo revelar de la trama para que quien se acerque a la obra después de leer mi reseña no pierda la sorpresa, y, al mismo tiempo, no se sienta confundido o, peor aún, engañado.
Portada de la primera edición (2014)
Sin embargo, cuando se escribe para abrir el diálogo en un club de lectura, donde se supone que todos o la inmensa mayoría hemos leído la novela, parece que la cuestión tiene menos importancia… Pero sólo es pura apariencia, porque no siempre todo el mundo ha leído y quizá no sólo accedan a estas líneas los miembros de este Club.
No obstante en el caso de las novelas de Javier Marías, el asunto quizá adquiera un menor relieve, porque su obra se caracteriza por la tenue levedad de la trama, apenas cuatro pinceladas sobre las que teje su escritura que es lo importante. Y aún así, también en sus novelas hay sorpresa, hay giro inesperado, desenlace que no conviene proclamar, porque sería como decir en una novela de misterio que el asesino es el mayordomo, si es que el escritor descubre al homicida en las últimas páginas de su historia.
Creo, siempre lo he creído, que lo importante de la obra de Marías —y este caso no iba a ser menos, aunque no es tan obvio como en otras novelas— no anida, tanto en los hechos que narra, sino en cómo los narra.
Cuando acabé la lectura de esta novela, allá por los principios del último agosto, en mi diario dejé anotados estos dos párrafos:
«“Así empieza lo malo” (primer hemistiquio de un hermosísimo alejandrino shakesperiano: “Así empieza lo malo, lo peor queda atrás”) es una novela que —acaso siguiendo la senda de “Los enamoramientos”— es menos Marías que otras, y sin embargo no deja de serlo. Uno no puede saber si esta tendencia a cierto alivio en la densidad de sus letras, esta tendencia a hacer un poco más vigorosa la trama en sus libros, se debe a una lógica evolución de su autor, a cierto cansancio en su modo más tradicional de escritura, a un modo de plegarse a los intereses editoriales.
«A pesar de ser ésta una historia menos densa que otras, una historia donde suceden o, mejor dicho, se cuentan más cosas, es inconfundible la prosa del madrileño, su sello personal e intransferible, sobre todo el ritmo poético de su fraseo, la mirada lenta y detallada sobre cada minuto y cada persona, su deseo de avanzar, después de haber ahondado; este libro alberga una historia en la que el autor reflexiona no sólo acerca del deseo, como afirma la crítica, al menos la que he leído, sino también del rencor, del olvido, del perdón, del modo de asumir los agravios y daños causados por otros, para evitar que continúe la espiral del odio, para conseguir que la convivencia no sea una tortura o no sea la victoria del fuerte sobre el débil. »
El narrador inicia la novela con una reflexión que se debería tener muy presente durante toda su lectura: la referencia a un pasado que, a su vez, se remonta a otro tiempo más
pretérito aún, pero que desembocó en aquellas desdichas. O dicho de otro modo, nada de lo que hoy sucede es ajeno a lo que aconteció y esto, a su vez, es consecuencia de otros sucesos previos. Esto es así siempre, y es la propuesta que pone sobre la mesa el autor: explicar lo de hoy desentrañando el ayer.

Un joven, Juan de Vere, recién licenciado en Filología inglesa encuentra su primer puesto de trabajo a las órdenes de Eduardo Muriel, antaño, exitoso director de cine. Al trabajar para él, no sólo se aproxima al cineasta, sino al hombre y su cotidianidad, un matrimonio que, de puertas afuera parece estable y armonioso, pero que, en verdad, es desdichado, atravesada y muerta su felicidad por una traición que se descubrirá más adelante. Este es el punto de arranque de la novela, al que habrá que añadir la investigación (encargada por el director de cine a su joven empleado) del pasado de un veterano y famoso médico pediatra de ascendencia holandesa, Jorge Van Vechten, amigo desde siempre de la familia. Y uno sabe que se trata de algo turbio, porque Eduardo Muriel así lo dice cuando le encarga al joven De Vere tal asunto. Sobre estos dos pivotes crece y avanza el relato de Marías, sobre estos dos ejes el autor disecciona con su prosa rítmica y envolvente, morosa y honda, el alma humana, o las almas humanas, esa amplia panoplia casi inabarcable; apoyado en esas muletas, dibuja el ambiente del Madrid de la vieja movida del inicio de los ochenta —justo en vísperas de la aprobación de la ley del divorcio, algo importante para explicar algunas cosas de la trama—, y reflexiona sobre la fuerza casi invencible (y a veces destructiva) del deseo y sobre la venganza o el perdón.

Aunque la crítica ‘profesional u oficial’, como ya he apuntado, se refiere sobre todo al deseo, a mí me interesa tanto, o más, lo segundo. Y es curioso que los críticos hayan subrayado casi de modo exclusivo lo relativo al deseo, cuando en la contraportada de la novela podemos leer, «Así descubrirá que no hay justicia desinteresada, sino que está siempre contaminada por el rencor personal, y que todo perdón o castigo son arbitrarios, los individuales y los colectivos».
En otra de sus novelas —“Mañana en la batalla piensa mí”—, escribe el autor madrileño: «(…) el mundo depende de sus relatores y también de los que oyen el cuento y lo condicionan a veces (…)». Pocas veces he leído una frase tan atinada y precisa sobre el valor y el sentido último de la literatura, sobre la trascendencia en ella, no sólo de quien la escribe, sino de quien la lee. Y no tantas veces como sería deseable, un escritor es coherente consigo mismo. Javier Marías, una vez más, aunque acaso más tenuemente que en otras ocasiones, sabe que el vigor de su literatura no descansa en el argumento de su novela, ni siquiera en una arriesgada arquitectura, sino en la potencia de su sintaxis, en la riqueza inabarcable de un idioma que maneja como pocos y en la hondura de una mirada dirigida casi siempre a lo más íntimo e inextricable de sus personajes y a los misterios más escondidos de lo cotidiano y aparentemente desvaído e intrascendente.
El autor durante el Hay Festival de Segovia en 2007
(Foto El Adelantado.com)
Corren tiempos ásperos para este tipo de literatura. No sé si ya hemos sido envenenados para siempre por la superficialidad y las prisas. Nada nos importa más que los resultados, la conclusión; nada nos pone más nerviosos —casi hasta la ansiedad— que esperar a que las cosas acontezcan, sólo vivimos en el anhelo de que pasen rápido, para que suceda otra de inmediato. Vivimos —y este es el logro de los poderosos, su victoria— proyectándonos sin descanso en el futuro, ajenos al disfrute del presente, como si sufriéramos bulimia de tiempo. Saberlo todo de todos, es como no saber nada de nadie, porque para saber una mínima porción de la verdad de alguien es imprescindible escucharle, dejarle que cuente, que se explique, que argumente. Entonces, sólo entonces, habremos penetrado un poco más allá de su imagen y seremos algo más que fríos espejos. En demasiadas ocasiones se confunde la información con la posesión de millones de datos; en demasiadas ocasiones confundimos la verdad con la primera versión facilitada por quien controla la información.
Como he anotado antes, leí “Así empieza lo malo” en el quicial que separa julio de agosto. Fueron días complicados en lo personal, aunque ahora no venga al caso. Pero sí recuerdo que aquellas jornadas caniculares fui ajeno a lo que sucedió en el mundo, apenas veía algún informativo de la tele. Cuando, pasadas tales jornadas, regresé a mi rutina, descubrí que casi nada había sucedido, que todo continuaba más o menos por el estilo, y sin embargo había tenido tiempo para disfrutar de una literatura que eleva el español a cimas hermosas y que disecciona nuestro corazón con la precisión del cirujano que pretende sanar, aunque para ello deba cortar, penetrar y extirpar.

Creo con toda sinceridad, aunque no todos lo compartan —lo sé muy bien— que acercarse a la prosa de Javier Marías es imprescindible para cualquier lector en español. Acaso “Así empieza lo malo”, sea un modo más sencillo de hacerlo. Desde su primera novela, “Los dominios del lobo”, han pasado muchos años y muchos libros. Quizá hace un par de décadas era más fácil leer su obra, pero no porque él contase de modo más sencillo, sino porque los lectores estábamos menos condicionados por tantas distracciones y el bombardeo incesante de propuestas culturales o pseudoculturales (las más de las veces). Quizá por eso conviene leer “Así empieza lo malo”, de sintaxis un poco más liviana, de trama algo menos sutil, para, después, ya enganchados por su modo de mirar y de contar el mundo, proseguir con otras de sus novelas, porque, y concluyo, la literatura de Javier Marías no sabe de modas, por tanto no es tributaria del olvido.

Crítica: +Amando CARABIAS MARÍA 


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