01 abril, 2016

Reseña "Matar a un ruiseñor" de Harper Lee


No hay mejor manera de honrar a los escritores que leer su obra. De este año no podía pasar que no leyese “Matar a un ruiseñor”. Harper Lee, su autora, moría hace poco más de un mes mientras dormía plácidamente en una residencia de ancianos en su Monroeville natal (Alabama), a las puertas de cumplir los 90 años.

Harper Lee escribió “Matar a un ruiseñor”, recibió por él el premio Pullitzer en 1961 y aquí se acabó su historia como escritora. Sin embargo este libro nació para instalarse para siempre en la memoria de los lectores y en historia de la literatura universal, siendo obligada lectura para los jóvenes norteamericanos en sus institutos.

La historia de cómo surgió es a su vez una historia en sí. Al principio he dicho que Matar a un ruiseñor fue su única obra, y realmente no es así. En verano de 2015 se publicó una segunda obra “Ve y pon un centinela”, que realmente fue la edición de un manuscrito que fue su primera obra, escrita algunos años antes de escribir Matar a un ruiseñor. Harper Lee intentó en vano que publicaran esta primera obra. Muchas fueron las editoriales que le dijeron no, hasta que llamó a la puerta de una pequeña editorial llamada Lipincott que mostró interés aunque con reservas, pidiéndole a Lee que reescribiera gran parte de la obra, para lo cual le asignaron a la editora Tay Hohoff para que la ayudara en el proceso.

En “Ve y pon un centinela”, la historia se centra en el encuentro de Scout con su padre Atticus Finch, veinte años después de los sucesos que se narran en “Matar a un ruiseñor”. Estos sucesos eran resumidos en ese libro en tan sólo un capítulo, sin embargo Tay Hohoff le dijo a Lee, con aquella voz grave de fumadora crónica, que esa era la historia, que tenía mucha potencia y que debía hacerla crecer más allá de un simple capítulo. Así nace “Matar a un ruiseñor”, desde el embrión de un capítulo y gracias a un trabajo que se prolongó durante casi tres años de escritura.


Tay Hohoff, editora en Lipincott, tuvo mucho que ver
en el nacimiento de "Matar a un ruiseñor"
(Foto extraída de Google Images)
“Matar a un ruiseñor” está estructurada en 31 capítulos distribuidos en dos partes, la primera parte conteniendo 11 y el resto (20) en la segunda parte. Después de leerlo me quedo, más allá de la historia, con los personajes y el narrador. El narrador es de diez, a la altura de otro caso extraño en la literatura, el de JD Salinger y el personaje que creó para El Guardián entre el centeno: aquel Holden Caulfield es una voz robusta, aunque en otro registro que nada tiene que ver, por supuesto, con la inocente Jean Louise Finch (Scout) de "Matar a un ruiseñor", pero al fin de cuentas, comparte esa potencia de voz narrativa tan inolvidable.

Cuenta la historia que la decisión de un narrador en primera persona y testigo fue una sugerencia de la editora Tay Hohoff. No sé si será cierto o no, pero lo que está claro es que fue un acierto viniera de donde viniera la idea. (si tienen curiosidad leer artículo en NewYorkTimes aquí). Sólo desde la inocencia de los ojos de una niña de ocho años, sólo desde su mirada idealista, se podía limpiar de moralina (como le gusta decir a una buena amiga mía) esta historia de racismo, injusticia y derechos sociales. Un narrador en tercera persona hubiera hecho esta novela un tanto insoportable de leer. El tono se mantiene firme, sin desbalances durante toda la obra y me tuvo enganchado a la trama de principio a fin, a pesar de las múltiples escenas, aparentemente irrelevantes, pero que necesariamente debían ser contadas para dotar de claridad al escenario, porque los paisajes y gentes de Maycomb son un personaje más que necesitaba ser muy bien retratado y sin el que difícilmente hubiéramos podido anclarnos a la trama.

La escritora Harper Lee con su gran amigo Truman Capote
que sirvió de inspiración para uno de los personajes,
el pequeño Dill.
(Foto extraída de Google Images)
En cuanto a los personajes, están muy bien retratados, sobre todo el abogado Atticus Finch, que comparte protagonismo con la pequeña Scout. Se podría decir que se trata de un bueno-bueno, sin aristas, un héroe de manual: padre de dos niños huérfanos de madre, de gran integridad moral, luchando contra viento y marea por los derechos civiles, defendiendo a un negro acusado de violar a una mujer blanca seguro de llevar todas las de perder,… Sin embargo, este bueno-bueno se hace necesario (sobre todo puesto en el contexto de la época en que fue escrita la novela) y no podía ser de otra manera, al fin y al cabo, está visto por los admirados ojos de su hija. Además, es el vehículo del que se vale la autora para ejercer ese contraste entre la justicia y la injusticia que hace que se instale en las entrañas del lector ese desánimo de
“¡pero qué injusto, no puede ser que ocurra esto!” Las opiniones y juicios de Atticus Finch son recibidas por el lector como lecciones de nuestro propio padre. A ver, reconócelo lector, ¿no te estremeciste al leer?:

–No lo sé, pero lo han hecho. Lo habían hecho en ocasiones anteriores, lo han hecho esta noche y lo harán de nuevo, y cuando lo hacen… parece que sólo lloran los niños. Buenas noches.

Confiésalo. Te pasó. Y si te ocurrió, es porque por un momento te sentiste niño. Y eso terminamos sintiéndolo gracias a que el lector “compra” la idea de verlo todo a través de los ojos de la inocencia y el mundo ideal de Scout. He ahí el gran efecto que logra Harper Lee con su escritura.

Lo demás, para mí, carece de importancia. La trama, los sucesos… los hemos visto y leído sea en libros o en el cine en multitud de ocasiones. Sin embargo, este nivel de escritura no. Quizás hizo bien Harper Lee en no seguir intentándolo. En su caso, el personaje se comió al escritor, como también hizo Holden Calfield con JD Sallinger: bendito suceso.

Crítica: +Miguel Angel Brito 

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